Día 1
Las diferencias entre la Europa del norte y la del este son más que palpables a pocos minutos de mi llegada.
Aterrizo en el Aeropuerto Internacional de Moscú Sheremétievo y me dirijo al punto de información para preguntar cómo llegar al centro. La chica que me atiende no habla inglés y me mira mal, parece que no le gusto. Decido preguntar directamente en las taquillas del tren y tampoco me entienden. ¿Cómo es posible que nadie en el aeropuerto hable inglés? Me imagino lo peor al llegar a la ciudad, sólo llevo apuntado el nombre del hostal y la dirección. No tengo mapa y son las once de la noche, tengo miedo.
Una mujer, finalmente, me ve tan perdida y asustada que se acerca a ayudarme y, con su mapa, me indica el nombre de la estación más cercana. ¡Spasibo! (Gracias). Empieza mi aventura rusa, nada más y nada menos que con tres trasbordos de por medio.
Llego a la estación de Belorussky y debo coger el metro. No entiendo nada, todo está en ruso, necesito preguntar de nuevo. Tras varios intentos y distintas miradas tajantes y agresivas, encuentro a mi Salvador. En un primer momento me chilla palabras que suenan a algo como “trosky, chenka e istiskaya” y le respondo que no lo entiendo. No me comprende y sigue con su cancionuski. Un gran trabajo de mímica y lenguaje corporal por ambas partes hace que nos deduzcamos. El pobre chico me acompaña hasta mi destino final y se atreve a chapurrear cuatro palabras en inglés. Pero eso no es todo, ¡Me regala un papelito con la dirección de mi hotel escrita en ruso! Spasibo, otra vez.
Ahora ya estoy cerca, según la información a unos 7 minutos, que tienen toda la pinta de convertirse en 47. ¿Será el domingo el día del botellón ruso? Mi primer contacto con el exterior fue en una plaza con olor a Vodka. Tal vez los estereotipos que tanto llegamos a criticar no sean tan falsos, ¿no? O tal vez yo estoy demasiado alerta. Pensaré en ello, me fijaré más.
Después de más de 47 minutos llego al hostal. ¡Muy bien Meritxenka: misión cumplida!
Día 2
Me quejaba de los precios en Helsinki y resulta que Moscú los dobla.¿5 euros por un Capuccino? El día tampoco empieza bien.
Con mi Capuccinsky cinco estrellas en mano, me dirijo a la famosa Plaza Roja. ¡Impresionante, grandiosa! ¡Qué bonita es la Catedral de San Basilio! Si fuera un pastelito, que lo parece, sería de fresa y chocolate. Esta catedral en forma de bulbo es extremadamente dulce, no apta para dietas.
El Kremlin, sin embargo, se presenta insípido dentro de unas imponentes murallas rojas, color que inmortaliza su pasado y su bandera. Mientras tanto Lenin, embalsamado desde su Mausoleo, se lo mira con añoranza.
Por la tarde camino sin rumbo, así es como mejor se conoce una ciudad. Pero en este caso es imposible. Es escandalosamente enorme. Todo es muy grande: las calles, los centros comerciales, las catedrales, las plazas, los pasos subterráneos, los edificios, los cochazos, los tacones de ellas, las manos de ellos… Así que, cansada de caminar por esas interminables avenidas, vuelvo al hostal, dónde conozco a Vladimir Zhogolev, un freak ingeniero en telecomunicaciones de 26 años y, lo más curioso de todo, un ruso que habla inglés.
Vladimir vive en Samara y estará dos semanas en Moscú trabajando para distintas empresas. Ha viajado mucho por Europa y le gustaría irse a vivir a Estocolmo (Suecia).
Moscú no le gusta porque no hace justicia al resto de Rusia. Argumenta que la capital es rica y moderna, que los sueldos son dos veces mayores que en el resto del país, donde hay mucha pobreza y pocas oportunidades.
Comenta que sólo un 10% de la población habla inglés, por eso los rusos no se sienten cómodos con el extranjero. Ya… pero cómo mínimo podrían sonreír –le digo-. Me responde que son muy desconfiados y que puede incluso que estén tristes porque nadie se preocupa por ellos. Ahora Rusia está haciendo dinero, pero no se queda en el país. A nadie parece interesarle, y menos a Putin, principal mafioso del país que sólo mira por su bolsillo.
Comenta también que todavía hay mucha gente que anhela el comunismo. Antes no había tantas desigualdades, ahora la gente trabaja mucho para no tener nada. La mayoría de jóvenes rusos está a favor del sistema actual, pero él no. Dice que el comunismo era mejor para el beneficio propio del país. Tal vez ahora haya más oportunidades, pero cuesta mucho encontrarlas- asegura-.
Me explica que la ciudad es peligrosa, especialmente de noche, cuando hay mucha delincuencia. Uno de los principales problemas callejeros son las peleas entre Skin heads e inmigrantes moldavos.
Vladimir dice que el alcoholismo en Rusia se centra especialmente en las zonas rurales, donde la gente no tiene motivaciones y se aburre demasiado. En Moscú, por ejemplo, la gente no bebe tanto, trabaja, tiene cosas que hacer y está entretenida.
Le pregunto si se siente europeo y me responde que no. Él que ha viajado mucho por Europa me lo puede asegurar. Dice que Moscú es sin duda una ciudad casi europea, pero que parece que va por libre y no tiene en cuenta al resto del país. Le encanta Europa, especialmente la ciudad de Barcelona para divertirse y Estocolmo para vivir. Uno de sus planes de futuro es precisamente irse a vivir a la capital sueca donde, al parecer, hay muchas oportunidades para los ingenieros informáticos.
Me pregunta sobre mí y le explico que estoy dando la vuelta al mundo. No me cree y le enseño el vídeo ganador. Alucina y me promete que esas cosas no pasan en Rusia. Se despide de mí diciéndome: “Me voy a dormir, yo soy una persona normal, tengo horarios de trabajo. Si quieres mañana por la tarde quedamos y te enseño la ciudad”.
Me voy a dormir pensando en lo afortunada que soy y contenta de saber que los estereotipos que el primer día me plantee fueron fruto de mi desconocimiento. Vladimir es un ruso simpático, hospitalario y divertidísimo. Además, no bebe alcohol.
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